“Solo voy con mi pena, sola va mi condena. Correr es
mi destino, por no llevar papel”
Cerca del atardecer subimos al majestuoso tren que nos
llevaría de Tupiza a Uyuni. Sí, increíblemente majestuoso, con sus guardias
trajeados sacados de una película de Hollywood que cada exactamente media hora
pasan barriendo el pasillo, como nadando en contra de la corriente impuntual y
atractivamente desprolija de Bolivia y toda Latinoamérica en general. Al
embarcarnos notamos que nuestros supuestos asientos estaban ocupados con
mochilas y bolsas encima. “¿Esto es de alguno de ustedes?”, preguntamos.
“No, esperen un ratito y seguro aparecen los dueños, ¡mientras tanto prueben
este picante de carne que está bien chingón!”, respondió un chico con
camiseta de México sentado con dos rubias que no parecían hablar español. Esa
fue la primera vez que vimos a Óscar. Al final nos dimos cuenta que habíamos
leído mal el boleto y estábamos en el vagón equivocado, por lo que cabizbajos y
novatos dimos media vuelta y nos fuimos.
Al otro día en una calle de Uyuni los volvimos a ver y
aprovechamos para intercambiar algunos datos útiles que cada uno había
averiguado para visitar el salar. “Son Óscar y
las suecas, buen nombre para una banda”, les dije y después de algunas
carcajadas cada uno siguió su camino.
En el comedor del hospedaje de la tercera noche del tour,
cerca de la Laguna Colorada, los vimos una vez más. Empezamos a charlar sobre
cómo seguía nuestro viaje y de pronto se comenzó a sentir un fuerte olor a
cebolla, por lo que Óscar sugirió ir a seguir la charla afuera para evitar las
lágrimas. El frío era indescriptible debido a la altura pero mucho no le
importó, a pesar de que nosotros llevábamos buzo y campera y él sólo su
camiseta verde. “¡En Ushuaia
hacía mucho más frío!”, se justificó para después dejarnos perplejos
contándonos sobre sus ya 14 meses de viaje. Nuestro siguiente destino era el
mismo: Potosí.
De vuelta en Uyuni, ¿adivinen qué? Sí, los volvimos a ver
y ya dejaba de parecer casualidad. En esta ocasión Óscar estaba acompañando a
las suecas a tomar un bus directo a La Paz, nosotros volvíamos de comprar
nuestros baratísimos boletos a Potosí para la mañana siguiente. A Óscar le
encantó este dato, por lo que le indicamos dónde quedaba la popular agencia y
nos despedimos hasta el otro día.
Llegamos a la plaza de Potosí y Maru se quedó con todas
las mochilas mientras Óscar y yo salimos a buscar hostales, afortunadamente sin
síntomas de mal de altura. Conseguimos un BBB (bueno/bonito/barato), dejamos
las cosas y salimos a buscar excursiones para conocer las minas del Cerro Rico
al otro día.
El día siguiente al mediodía ya éramos un equipo que
parecía estar consolidado hacía meses. En medio de esta sensación nos
sumergimos en una charla muy interesante sobre nuestras vidas y las razones que
cada uno de nosotros tenía para hacer este viaje. “A mí me
empezaron a dar ganas cuando leí el libro de su compatriota: diarios de
motocicleta”. “Tardé 6 años
en decidirme, siempre había razones que me frenaban pero al final me animé”.
“Vivir como
inmigrante ilegal en Houston desde mi infancia también me trajo algunos problemas,
de cierta forma este viaje es mi manera de escapar a todo eso, de reinventarme”.
Nos quedamos sorprendidos ante su relato: era la primera vez que estábamos
frente a alguien que había pasado una situación así. Hoy esto me recuerda a lo
que vivimos meses más tarde en La Paz, cuando mientras vendíamos banana con
dulce de leche una señora empezó a los gritos luego de que le ofrecimos. “¡Vayan a
vender a su país! ¡Salgan de acá!”. Este momento fue de los más feos del
viaje, y eso que no fue ni una milésima parte de la discriminación que deben
sufrir los verdaderos inmigrantes.
Después de contarnos su historia le contamos la nuestra y
nos felicitó por habernos animado a salir de viaje. Luego la charla viró hacia
temas más banales como música y terminó convirtiéndose en una batalla de
insultos mexicano-argentinos. Entre risas decidimos ir a cenar salchipapas y
sánguches de lomo en un callejón glorioso de esa tan bella ciudad.
Dos días después nos encontrábamos en Sucre y luego de
recorrer un poco sus calles decidimos ir a tomar unos mates a la plaza con la
guitarra. Empezamos a pensar canciones latinas que conociéramos todos y varios
artistas vinieron a nuestra mente: Soda Stereo, Los Fabulosos Cádillacs, Café
Tacuba, Los Auténticos Decadentes. Empezó a sonar una canción atrás de otra
llegando al clímax con el clásico mexicano “El Rey”, en el que hasta la chica
que estaba sentada al lado, al principio con cara de estar molesta ante
nuestros disturbios, terminó cantando emocionada. Era asombroso ver cómo personas
de tres países distintas estaban en tanta sintonía, venciendo los kilómetros y
las diferencias culturales. Uno de los pocos aspectos positivos de la
globalización.
De pronto casi sin darme cuenta empecé a cantar “Gimme the
power” de Molotov, buscando empatía de nuestro compañero mexicano pero casi
olvidando el verdadero significado de su letra.
“¿Por qué estar siguiendo a una bola de pendejos?
Que nos llevan por donde les conviene
y es nuestro sudor lo que los mantiene
los mantiene comiendo pan caliente
ese pan es el pan de nuestra gente”
Seguí con “Frijolero” y cada vez se escuchaba menos mi voz
y más la de Óscar. Era muy distinto estar cantándolas en su presencia a cuando
lo hacía sin mucho sentido, casi repitiendo, saltando en el pogo de alguno de
los shows de la afamada banda azteca.
“Aunque nos hagan la fama
de que somos vendedores
de la droga que sembramos
ustedes son consumidores”
Óscar ya estaba compenetrado con lo que estaba pasando y
preguntó si sabía alguna de Manu Chao, para así seguir con la misma temática.
Toqué “Clandestino” pero en esta ocasión ni siquiera abrí la boca, con la
fuerza de la voz viajera de nuestro amigo fue suficiente para que la ruidosa
ciudad blanca pasara a segundo plano. El tiempo se detuvo y en ese instante
pudimos entender un poco más algunas cosas que pasan en Buenos Aires, en
Bolivia y en el DF.
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