Nos despertamos a las
tres de la madrugada y el frío arequipeño era intenso. La combi pasaría a
buscarnos a las tres y media, así que rápidamente terminamos de alistar
nuestras mochilas y corrí a la cocina para tomar el último trago de leche que
quedaba en nuestro sachet, porque viajar es así: no se puede desperdiciar nada.
Esta filosofía me recuerda una historia de mi abuela Elisa, quien cuando era
pequeña a veces tenía el privilegio de ser invitada por unos amigos a una
panadería donde podría elegir lo que ella quisiera para merendar. La parte
desafortunada era que mi bisabuela le ordenaba que no pidiera más de una unidad
de las delicias que se ofrecían en el local, ya que si no “sería un abuso”. Por
esta razón era que mi abuela siempre elegía la factura más grande, por más fea
que fuera. “Pero
Elisa, son mucho más ricas las de chocolate”. “No importa, quiero
esa”. Muchas veces durante el viaje yo me sentí igual. En ese
momento no quería esa leche, pero quién sabe cuándo volvería a tomar y
entonces, adentro.
La combi llegó en
horario. Torpes y somnolientos pero también muy ansiosos por conocer el famoso
cañón del Colca nos subimos y casi automáticamente nos volvimos a dormir. Por
momentos fue difícil conciliar el sueño ya que al transitar rutas que están
entre las cumbres de las montañas el frío pasa de ser intenso a supremo. Los
huaynos sonando a todo volumen tampoco ayudaron.
Luego de algunos largos minutos llegamos a la Cruz del Cóndor. “En cuarenta
minutos nos encontramos acá, sean puntuales por favor”, dijo el conductor. Con
una ansiedad inmensurable nos acercamos a uno de los miradores, nos acomodamos
y nos dispusimos a esperar para avistar al capo de los cielos andinos.
El tiempo pasaba y nada ocurría, cada tanto se veía alguno volando a lo
lejos, pero demasiado lejos. En eso vimos que uno se acercó bastante al otro
mirador plasmando un vuelo majestuoso, la gente que estaba allí ovacionó pero
eso seguía estando bastante lejos de nosotros. La frustración fue contundente.
Miramos el reloj y lamentablemente ya era tiempo de irnos. Con la cabeza
agacha tomamos el camino de vuelta cuando de pronto escuchamos el grito de un
turista: “¡ahí viene!”. Corrimos nuevamente hacia el mirador y ahí estaba, un
cóndor adulto pasó volando cerca de nosotros. No se puede explicar en palabras
la emoción que sentimos, fue alucinante. “Tenemos que volver otro día más
tranquilos”, le dije a Maru. Con una sonrisa y cinco minutos más tarde de lo
pactado, subimos a la combi. El conductor se enojó mucho por la tardanza pero
poco importaba después de lo ocurrido.
Anduvimos algunos kilómetros más y finalmente llegamos a Cabanaconde, el
pueblo donde nos quedaríamos. Bajamos cerca del hostal Pachamama y el conductor
empezó a gritarle al chico que estaba en la puerta del lugar. “¡Che, te dejo a
unos compatriotas tuyos! ¡Trátalos bien, por favor!”, como si el enfado de
minutos atrás jamás hubiera existido. El “Che” era Leandro, un argentino
oriundo de San Fernando que se enamoró de Cabanaconde y vive allí hace más de
dos años, historia inspiradora si las hay. Nos recibió con un suculento
desayuno que acompañamos con unos mates, como si estuviéramos en alguna plaza
porteña pero con montañas nevadas custodiando de fondo. Una combinación letal.
Más tarde decidimos ir a visitar los dos miradores que hay en el pueblo y,
una vez más, nos quedamos anonadados. Esta parte del cañón sí es profunda por
lo que se puede apreciar la extensión de las montañas desde su nacimiento en el
valle hasta sus picos en lo más alto de los cielos. Para colmo, en uno de los
balcones tuvimos la suerte de avistar de nuevo a dos cóndores que volaban en
círculos sobre nosotros. La magia del lugar cada vez era mayor.
Después de ver un espectacular atardecer en el segundo mirador, volvimos al
hostal y vimos que Leandro estaba trabajando en el bar. Decidimos terminar el
termo tomando otros mates con él y en medio de la charla vi un cuadro en la
pared que me llamó la atención. Era un cóndor posado, inclinando su cabeza
hacia abajo forzando una posición muy extraña. “¿Por qué hacen eso?”, le
pregunté a Leandro. “Lo hacen para atraer a las hembras. Los cóndores son
monógamos, ¿sabían?”. Lo miré sorprendido. “Viven toda la vida con la misma
pareja y cuando uno de los dos se enferma y muere, el que queda vuela lo más
alto que puede, cierra sus alas y se deja caer al vacío. No soportan la
tristeza de vivir sin el otro”. Miré a Maru y los dos sonreímos.
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