viernes, 28 de agosto de 2015

¿Se puede morir de amor?

Nos despertamos a las tres de la madrugada y el frío arequipeño era intenso. La combi pasaría a buscarnos a las tres y media, así que rápidamente terminamos de alistar nuestras mochilas y corrí a la cocina para tomar el último trago de leche que quedaba en nuestro sachet, porque viajar es así: no se puede desperdiciar nada. Esta filosofía me recuerda una historia de mi abuela Elisa, quien cuando era pequeña a veces tenía el privilegio de ser invitada por unos amigos a una panadería donde podría elegir lo que ella quisiera para merendar. La parte desafortunada era que mi bisabuela le ordenaba que no pidiera más de una unidad de las delicias que se ofrecían en el local, ya que si no “sería un abuso”. Por esta razón era que mi abuela siempre elegía la factura más grande, por más fea que fuera. “Pero Elisa, son mucho más ricas las de chocolate”. “No importa, quiero esa”. Muchas veces durante el viaje yo me sentí igual. En ese momento no quería esa leche, pero quién sabe cuándo volvería a tomar y entonces, adentro.

La combi llegó en horario. Torpes y somnolientos pero también muy ansiosos por conocer el famoso cañón del Colca nos subimos y casi automáticamente nos volvimos a dormir. Por momentos fue difícil conciliar el sueño ya que al transitar rutas que están entre las cumbres de las montañas el frío pasa de ser intenso a supremo. Los huaynos sonando a todo volumen tampoco ayudaron.

Después de algunas horas y casi en sincronismo con el amanecer llegamos a Chivay, el primer pueblo que bordea al cañón. Luego atravesamos los poblados de Yanque y Maca, y finalmente nos detuvimos en un mirador. Ese tramo del cañón no es muy profundo, pero igualmente la vista es impactante. A pesar de esto, nuestra ansiedad por llegar a la afamada Cruz del Cóndor no nos dejaba disfrutar del todo. Sacamos algunas fotos y volvimos al vehículo para seguir.
  

 
Luego de algunos largos minutos llegamos a la Cruz del Cóndor. “En cuarenta minutos nos encontramos acá, sean puntuales por favor”, dijo el conductor. Con una ansiedad inmensurable nos acercamos a uno de los miradores, nos acomodamos y nos dispusimos a esperar para avistar al capo de los cielos andinos.

El tiempo pasaba y nada ocurría, cada tanto se veía alguno volando a lo lejos, pero demasiado lejos. En eso vimos que uno se acercó bastante al otro mirador plasmando un vuelo majestuoso, la gente que estaba allí ovacionó pero eso seguía estando bastante lejos de nosotros. La frustración fue contundente.

Miramos el reloj y lamentablemente ya era tiempo de irnos. Con la cabeza agacha tomamos el camino de vuelta cuando de pronto escuchamos el grito de un turista: “¡ahí viene!”. Corrimos nuevamente hacia el mirador y ahí estaba, un cóndor adulto pasó volando cerca de nosotros. No se puede explicar en palabras la emoción que sentimos, fue alucinante. “Tenemos que volver otro día más tranquilos”, le dije a Maru. Con una sonrisa y cinco minutos más tarde de lo pactado, subimos a la combi. El conductor se enojó mucho por la tardanza pero poco importaba después de lo ocurrido.


Anduvimos algunos kilómetros más y finalmente llegamos a Cabanaconde, el pueblo donde nos quedaríamos. Bajamos cerca del hostal Pachamama y el conductor empezó a gritarle al chico que estaba en la puerta del lugar. “¡Che, te dejo a unos compatriotas tuyos! ¡Trátalos bien, por favor!”, como si el enfado de minutos atrás jamás hubiera existido. El “Che” era Leandro, un argentino oriundo de San Fernando que se enamoró de Cabanaconde y vive allí hace más de dos años, historia inspiradora si las hay. Nos recibió con un suculento desayuno que acompañamos con unos mates, como si estuviéramos en alguna plaza porteña pero con montañas nevadas custodiando de fondo. Una combinación letal.

 
 
Más tarde decidimos ir a visitar los dos miradores que hay en el pueblo y, una vez más, nos quedamos anonadados. Esta parte del cañón sí es profunda por lo que se puede apreciar la extensión de las montañas desde su nacimiento en el valle hasta sus picos en lo más alto de los cielos. Para colmo, en uno de los balcones tuvimos la suerte de avistar de nuevo a dos cóndores que volaban en círculos sobre nosotros. La magia del lugar cada vez era mayor.

Después de ver un espectacular atardecer en el segundo mirador, volvimos al hostal y vimos que Leandro estaba trabajando en el bar. Decidimos terminar el termo tomando otros mates con él y en medio de la charla vi un cuadro en la pared que me llamó la atención. Era un cóndor posado, inclinando su cabeza hacia abajo forzando una posición muy extraña. “¿Por qué hacen eso?”, le pregunté a Leandro. “Lo hacen para atraer a las hembras. Los cóndores son monógamos, ¿sabían?”. Lo miré sorprendido. “Viven toda la vida con la misma pareja y cuando uno de los dos se enferma y muere, el que queda vuela lo más alto que puede, cierra sus alas y se deja caer al vacío. No soportan la tristeza de vivir sin el otro”. Miré a Maru y los dos sonreímos.

 

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