jueves, 23 de junio de 2016

Muralla de prejuicios


Luego de buscar el más barato por largo rato llegamos al nuevo hospedaje y se respiraba un aire extraño. Nos instalamos en la habitación compartida entre más de quince personas y sin perder tiempo nos fuimos a duchar porque no dábamos más de lo sucios. Las señoritas iban y venían del baño con desespero para mirarse al espejo y acomodar sus vestidos exageradamente apretados. Era viernes: un día con muchos potenciales clientes en las calles.

Al principio era raro dormir, cocinar y moverse en el mismo ambiente que ellas. Lamentablemente la sociedad es cruel y condenadora. Y uno a veces es estúpido, crédulo y prejuicioso. Los señores llegaban y se iban con ellas a cuartos privados. En el baño cada tanto se escuchaba un sonido de inhalación que musicalizaba la escena dantesca.
En nuestro mundo era el último día con nuestros amigos, había que salir a romper la noche. Nos sentamos en el patio a tomar fernet y vodka hasta terminar cada una de las botellas (repito, era la última noche). Salimos, bailamos y lo pasamos muy bien pero como siempre, la fiesta al final se cobra su propina.
A la mañana siguiente no me podía mover. El dolor de cabeza, las náuseas, el hígado en llamas. Maru dándome ánimo hasta que una de las señoritas se involucra en la escena. “¿Qué te pasó, niño?”, con cara y tono de preocupación de madre. “Ve a la tienda y cómprale esto que te voy a anotar, niña. Es una bebida rehidratante que funciona muy bien después de la rumba”. Maru me trajo la bebida y automáticamente empecé a recuperarme.
Horas después la volví a ver. “¿Cómo estás, niño? Te veo mejor, me alegro”. Cuando se fue miré alrededor de su colchón con intriga, todavía confundido ante la realidad de la situación. Entre las muchas cremas y maquillajes amontonados a un lado de su cama veo una estatuilla. Me acerco más y me doy cuenta de que es la Virgen María, la primera testigo de mi cambio de paradigma.

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