Desde entonces Cusco estuvo ocupado por los incas. Trabajaron la quinua en sus terrazas de cultivos, construyeron sus aldeas, sus templos, sus fortalezas, pulieron sus majestuosos muros. Creyeron en Wiracocha y en los Apus. Les hicieron ofrendas. Se volvieron cada vez más sabios. Con el Inca Pachacuteq expandieron su imperio, llegaron desde el territorio de Ecuador hasta el de Argentina. Vivieron sus vidas y se sintieron la civilización más poderosa de la Tierra, hasta que un día apareció un hombre montado a un animal que no era una llama ni una alpaca. Les dijeron que sus creencias religiosas no eran las correctas, muchos se resistieron. Casualmente los que se resistían terminaban muertos, y entonces con el pasar del tiempo y el aumento de la impotencia concluyeron entendiendo que aquel hombre tenía razón.
Y entonces a partir de ese momento el hombre español se instaló en la región del Cusco. Crió sus gallinas, sus vacas y sus cerdos y se los comió. Derribó los templos incas y construyó sobre ellos sus iglesias: la Catedral, la de Santo Domingo y la de San Francisco, entre muchas otras. Creyó en Dios, en aquel Cristo y en el Espíritu Santo. Construyó una estatua de Pachacuteq , como si fuera para limpiar culpas. Creó universidades, se educó y le puso etiquetas a los conocimientos. Tuvo hijos, nietos y bisnietos. El Cusco parecía haber existido para ser habitado por ellos.
Algunos siglos después se inauguró un McDonald’s frente a la Plaza de Armas de Cusco. Más tarde abrió un Starbucks, luego un Kentucky Fried Chicken y la rueda sigue girando.
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