Como los que me
conocen saben no soy un ávido lector, pero el hecho de estar viajando y la
cantidad de destinos ideales para la lectura visitados me llevaron a
incursionar un poco más en el mundo literario. Uno de los libros que empecé a
leer en el barco hacia Iquitos, en la amazonia peruana y siete meses antes de escribir este texto fue “El amor en los
tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez. Por una razón u otra (y
claro, por la falta de hábito) terminé posponiendo su lectura durante mucho
tiempo, leyendo a penas algunas páginas por semana.
Esta situación duró
hasta que llegamos a Cartagena, donde me reencontré con los ratos y las ganas
de retomarlo. Las páginas comenzaron a avanzar y de pronto me di cuenta de algo mágico: la
historia transcurría en Cartagena, la ciudad que en aquellos días empezábamos a
adoptar como nuestro nuevo hogar temporal.
Importante: si todavía no leíste el libro, te recomiendo seguir los siguientes pasos:
1. No sigas leyendo el post. Tiene spoilers.
2. Conseguí alguna copia de "El amor en los tiempos del cólera" y leelo, vale la pena.
3. Ahora sí, podés leer el post :)
La Ciudad Amurallada
“Desde el cielo,
como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de
Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por
el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de
ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas
intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las
trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con sus virreyes
podridos de peste dentro de las armaduras.”
“…y desde allí
vieron entera la ciudad histórica, los tejados rotos y los muros carcomidos,
los escombros de las fortalezas entre los matorrales, el reguero de islas de la
bahía, las barracas de miseria alrededor de las ciénagas, el Caribe inmenso.”
Barrio de La Manga
“Al otro lado de la
bahía, en el barrio residencial de La Manga, la casa del doctor Juvenal Urbino
estaba en otro tiempo. Era grande y fresca, de una sola planta, y con un
pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba
el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía.”
“La suya fue desde
entonces la más fresca en el sol bravo de La Manga, y era una dicha hacer la
siesta en la penumbra de los dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico
a ver pasar los cargueros de Nueva Orleans, pesados y cenicientos, y los buques
fluviales de rueda de madera con las luces encendidas al atardecer, que iban
purificando con un reguero de músicas el muladar estancado de la bahía.”
Cárcel del Santo Oficio, hoy Museo de la Inquisición
“Fermina Daza le
enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del
parquecito donde Florentino Ariza fingía leer para esperarla, las callejuelas
por donde la seguía, los escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde
estuvo la cárcel del Santo Oficio, y que luego había sido restaurado y
convertido en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, que ella
odiaba con toda su alma.”
Cementerio de La Manga
“A las siete de la
noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con
un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños
surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana
se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio
de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en
un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados.”
Plaza de la Catedral, hoy Plaza Bolívar
“Florentino Ariza no
había recobrado el aliento cuando Lorenzo Daza lo llevó del brazo por la Plaza
de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y lo invitó
a sentarse en la terraza.”
“En la Plaza de la
Catedral, donde apenas se distinguía la estatua de El Libertador entre las
palmeras africanas y las nuevas farolas de globos, había un embotellamiento de
automóviles por la salida de misa y no quedaba un lugar disponible en el
venerable y ruidoso Café de la Parroquia. El único coche de caballos era el del
doctor Urbino, y se distinguía de los muy escasos que iban quedando en la
ciudad, porque mantuvo siempre el brillo de la capota de charol y tenía los
herrajes de bronce para que no se los comiera el salitre, y las ruedas y las
varas pintadas de rojo con ribetes dorados, como en las noches de gala de la
ópera de Viena.”
El Portal de los Escribanos
“La plaza frente al
Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones cuando Fermina e
Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían las
caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del
chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle
las recibió con una rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de
escapar al escarnio público, cuando se abrió paso por entre el tumulto el landó
de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los grupos hostiles se dispersaron.
Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre que apareció
en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus ademanes
sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia
- Háganme el favor
de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino-. Las llevo adonde ordenen.”
El Portal de los Dulces
“Luego fue con las
dulceras sentadas detrás de sus grandes redomas, y compró seis dulces de cada
clase, señalándolos con el dedo a través del cristal porque no lograba hacerse
oír en la gritería: seis cabellitos de ángel, seis conservitas de leche, seis
ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis diabolines, seis piononos,
seis bocaditos de la reina, seis de esto y seis de lo otro, seis de todo, y los
iba echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible, ajena por
completo al tormento de los nubarrones de moscas sobre el almíbar, ajena al
estropicio continuo, ajena al vaho de sudores rancios que reverberaban en el
calor mortal. La despertó del hechizo una negra feliz con un trapo de colores
en la cabeza, redonda y hermosa, que le ofreció un triángulo de piña ensartado
en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo cogió, se lo metió entero en
la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la vista errante en la
muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio. A sus espaldas, tan
cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla en el tumulto, había oído la voz:
-Este no es un buen
lugar para una diosa coronada.
Ella volvió la
cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos glaciales, el rostro
lívido, los labios petrificados de miedo, tal como los había visto en el
tumulto de la misa del gallo la primera vez que él estuvo tan cerca de ella,
pero a diferencia de entonces no sintió la conmoción del amor sino el abismo
del desencanto. En un instante se le reveló completa la magnitud de su propio
engaño, y se preguntó aterrada cómo había podido incubar durante tanto tiempo y
con tanta sevicia semejante quimera en el corazón. Apenas alcanzó a pensar:
“¡Dios mío, pobre hombre!”. Florentino Ariza sonrió, trató de decir algo, trató
de seguirla, pero ella lo borró de su vida con un gesto de la mano.
-No, por favor -le
dijo-. Olvídelo.”
Plaza de los Coches y Calle del Candilejo
“Como una compensación
del destino, también fue en el tranvía de mulas donde Florentino Ariza conoció
a Leona Cassiani, que fue la verdadera mujer de su vida, aunque ni él ni ella
lo supieron nunca, ni nunca hicieron el amor. Él la había sentido antes de
verla cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada
material que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el
extremo opuesto, pero muy bien definida entre los otros pasajeros. Ella no
apartó la mirada. Al contrario: la sostuvo con tanto descaro que él no podía
pensar sino lo que pensó: negra, joven y bonita, pero puta sin lugar a dudas.
La descartó de su vida, porque no podía concebir nada más indigno que pagar el
amor: no lo hizo nunca.
Florentino Ariza se
bajó en La Plaza de los Coches, que era la terminal del tranvía, se escabulló a
toda prisa por el laberinto del comercio porque su madre lo esperaba a las
seis, y cuando salió al otro lado de la muchedumbre oyó el taconeo de mujer
alegre en los adoquines, y se volvió a mirar para convencerse de lo que ya
sabía: era ella. Estaba vestida como las esclavas de los grabados, con una
pollera de volantes que se levantaba con un ademán de baile para pasar sobre
los charcos de las calles, un descote que le dejaba los hombros descubiertos, un
mazo de collares de colores y un turbante blanco. Él las conocía en el hotel de
paso. Sucedía a menudo que a las seis de la tarde estaban todavía con el
desayuno, y entonces no les quedaba más recurso que usar el sexo como un
cuchillo de salteador de vereda, y se lo ponían en la garganta al primero que
encontraban en la calle: la pinga o la vida. En busca de una prueba final,
Florentino Ariza cambió de sentido, se metió por el callejón desierto de El
Candilejo, y ella lo siguió cada vez más de cerca. Entonces él se detuvo, se
volvió, le cerró el paso en la acera apoyado en el paraguas con las dos manos.
Ella se le plantó enfrente.
-Estás equivocada,
linda -dijo él-: yo no lo doy.
-Claro que sí -dijo
ella-: se te ve en la cara.”
Getsemaní
“Cuando se dio cuenta
de que había empezado a amarla, ella estaba ya en la plenitud de los cuarenta,
y él iba a cumplir treinta. Se llamaba Sara Noriega, y había tenido un cuarto
de hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un libro de
versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado. Era maestra de Urbanidad
e Instrucción Cívica en escuelas oficiales, y vivía de su sueldo en una casa alquilada
del abigarrado Pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de Getsemaní.”
Parquecito de los Evangelios, hoy Plaza Fernández de Madrid
“Ella, con
diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que cada
palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una noche
de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió
la ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la
estatua del héroe decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía
sentarse con el libro de versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible,
sino como el esposo cierto a quien se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el
tiempo malversado desde que se fue, cuánto costaba estar viva, cuánto amor le
iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios mandaba. Se sorprendió de que
no estuviera en el parquecito, como lo había hecho tantas veces a pesar de la
lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún medio, ni siquiera
por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había muerto. Pero en
seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los telegramas de
los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar un
modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.”
“La persistencia de
su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando en él, al día
siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de la
voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el
deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se
atrevió a evocar por primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos
ilusorios de aquel amor irreal. Trataba de precisar cómo era el parquecito de
entonces, los almendros rotos, el escaño donde él la amaba, porque nada de eso
existía ya como entonces. Habían cambiado todo, se habían llevado los árboles
con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua del héroe
decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin nombre, sin fechas,
sin motivos que lo justificaran, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual habían
instalado los controles eléctricos del sector.”
Plaza de la Aduana y calle de los Santos de Piedra
“Una vez más,
Florentino Ariza tuvo que apelar a todas sus fuerzas para no revelarle a Leona
Cassiani su amor reprimido por Fermina Daza. Caminaban juntos, con sus pasos contados,
amándose sin prisa como novios viejos, ella pensando en las gracias de Cabiria,
y él pensando en su propia desgracia. Un hombre estaba cantando en un balcón de
la Plaza de la Aduana, y su canto fue repitiéndose por todo el recinto en ecos encadenados:
Cuando yo cruzaba por las olas inmensas del mar. En la calle de los Santos de
Piedra, justo cuando debía despedirla frente a su casa, Florentino Ariza le
pidió a Leona Cassiani que lo invitara a un brandy. Era la segunda vez que lo
solicitaba en circunstancias similares. La primera, diez años antes, ella le
había dicho: “Si subes a esta hora tendrás que quedarte para siempre”. Él no
subió. Pero ahora habría subido de todos modos, aunque después tuviera que
violar su palabra. No obstante, Leona Cassiani lo invitó a subir sin
compromisos.”
La Catedral
“Por eso cuando
Florentino Ariza oyó doblar en la catedral a las cuatro de la tarde de un
domingo de Pentecostés, se sintió visitado por un fantasma de sus mocedades
perdidas. Nunca imaginó que fueran los dobles que tanto había anhelado durante
tantos y tantos años, desde el domingo en que vio a Fermina Daza encinta de seis
meses, a la salida de la misa mayor.
-
Carajo -dijo en la penumbra-. Tiene que ser un tiburón muy grande
para que lo doblen en la catedral.”
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