lunes, 22 de junio de 2015

Relato de un perdedor

Nunca fui muy bueno para los deportes. Desde chico he intentado con varias disciplinas, pero no hubo caso. Básquet, karate, natación, tenis, gimnasio y fútbol. Todos los intentos fueron un fracaso detrás de otro, aunque a veces me han hecho pasar grandes momentos de felicidad. El que más recuerdo es aquel día en que nuestro equipo de fútbol de barrio iba perdiendo por goleada, yo estaba en el banco (como siempre) y el director técnico decidió que entrara a jugar los últimos diez minutos del partido.Una vez en el campo de juego, me llega una pelota sorpresiva que me deja cara a cara con el arquero rival. Sin ningún tipo de criterio o técnica pateo y la pelota pega en el palo y se va afuera. Nunca voy a olvidar el “Uhhhh!” que se escuchó desde la poco concurrida tribuna. Repito, los deportes nunca fueron lo mío.Y de pronto me encuentro en La Paz, subido a una combi rumbo a la “ruta de la muerte”, una antigua carretera en bajada que se hace en bicicleta y es famosa por sus imponentes paisajes, sus trayectos sinuosos, sus amenazantes precipicios y por las numerosas historias de víctimas fatales que se ha cobrado a lo largo de los años. El guía explicó el itinerario, pidió que nos presentáramos y nos contó que cada uno de nosotros sería ganador de una remera en caso de completar la carretera exitosamente.

Llegamos a la cumbre del cerro (4700m), nos dieron nuestras bicicletas y nos explicaron que allí comenzaría un circuito de prueba en ruta asfaltada para que nos acostumbráramos a las bicis. Maru prefirió ir al final del grupo para “ir a su ritmo y no entorpecer al resto”. Obviamente ante mi falta de seguridad acepté acompañarla sin problemas, y hasta preferí ir detrás de ella para poder ver que estuviera bien. Este tramo fue alucinante, sentía que estaba volando y parecía poco a poco tomar confianza. Incluso tuvimos que adelantar a una chica brasilera que iba demasiado lento.

Una vez finalizada la práctica, nos volvimos a subir a la combi y nos dirigimos hacia la ruta de la muerte propiamente dicha.“Welcome to the Death Road”, dijo el guía antes de que se detuviera el vehículo.

Tomamos el mando de nuestras bicicletas nuevamente y cuando levanté la vista pude ver que esta vez el panorama era distinto al de la práctica: camino de piedras y angosto, niebla, una leve llovizna y precipicios por doquier. Sentí que en ese momento comenzaba el verdadero desafío.

Por suerte para nuestra integridad física, el circuito se divide en secciones y cuenta con varias paradas a lo largo de todo el trayecto. En los primeros tramos pude andar a un buen ritmo, aunque el dolor de mis manos tensionadas de tanto apretar los frenos ya se comenzaba a sentir. A pesar de esto, todo iba bastante bien.

Antes de comenzar una de las secciones, el guía nos aclaró que era una de sus favoritas del circuito. Con ansiedad de ver lo que venía, empezamos a pedalear nuevamente. Primero salió la mayor parte del grupo, después Maru, yo y por último nuestra compañera brasilera junto a uno de los guías que venía custodiando al grupo desde atrás.

Poco a poco fui tomando velocidad hasta dejar bastante atrás a la chica y el guía, pero a la vez Maru fue agarrando confianza, aceleró y se fue alejando hasta que la perdí de vista. No veía a nadie atrás ni adelante, parecía estar completamente “solo” en medio de la ruta de la muerte. La situación no me preocupó mucho y seguí avanzando prestando atención al camino.

Luego de algunos minutos andando, me empecé a sentir algo cansado pero no me alarmé porque teniendo en cuenta el tiempo que habían durado las secciones anteriores seguramente estaría por llegar a la siguiente parada. Mientras tanto el sol brillaba cada vez más fuerte abriéndose paso a través de la neblina. El calor aumentaba.

El tiempo siguió pasando y yo continuaba sin avistar la próxima parada. Mis manos cada vez me dolían más, al igual que las piernas, que aunque en general no se pedalea porque el camino es en bajada, se encuentran tensionadas debido al rebote de las ruedas contra las piedras. El sol seguía pegando duro y comencé a sentir escalofríos. Y para colmo seguía sin ver a nadie, ni atrás ni adelante. Comencé a inquietarme porque el trayecto ya me parecía larguísimo a comparación de los anteriores. ¿Acaso estaría perdido? No me había parecido haber visto bifurcaciones pero era una posibilidad. Cada vez me sentía peor, con mareos y sensación de presión baja. ¿Acaso estaría muerto? ¿Me habría caído por un precipicio y luego entrado en una especie de limbo representado en un ciclo infinito andando por la ruta? Sé que suena alocado, pero en ese momento la desesperación y la incertidumbre me avasallaban, y todo era posible.

Luego de mucho menos tiempo del que pareció haber sido, escuché una voz. “¿Todo bien, amigo?”. Era el guía que me había alcanzado. “Sí, todo bien”, le mentí. “¿Y la chica brasilera?”. “Decidió subirse a la combi porque estaba muy cansada, ¿querés subir?”. En ese momento el tiempo se detuvo. Mi estado era lamentable, pero algo me decía que debía seguir. Como si estuviera en una suerte de peregrinaje, o como si se tratara de un enfrentamiento cara a cara contra todos aquellos fracasos deportivos que había tenido durante mi infancia. “No”, respondí.

La buena noticia era que no estaba perdido ni muerto. La mala me la enteré cuando le pregunté al guía cuánto faltaba para la siguiente parada, esperando que la respuesta fuera que era a la vuelta de la siguiente curva. “Faltan 8 kilómetros, esta es la sección más larga”. Me encantaría tener una foto de mi cara en ese momento.

Luego de mucho cansancio y perseverancia llegué a la parada. Me encontraba completamente dolorido y molesto, pero a pesar de esto sentía una extraña felicidad al pensar en el logro que se avecinaba. Todavía quedaba una sección más, pero faltaba poco.

Los martirios seguían pero por suerte el último tramo fue más tranquilo que el anterior. La entrada al pueblo de Yolosa fue triunfal. No había nadie esperándonos pero yo me sentía llegando a mi país luego de haber ganado un mundial. Fue una sensación increíble.Viajar envalentona. El hecho de no saber cuándo uno va a volver al lugar que está visitando lo hace confrontar nuevos desafíos y lo motiva a superar sus propios límites, espíritu que sería bueno poner en práctica también en la vida cotidiana. Hay que animarse a más, siempre, aunque duela, aunque cueste. Por eso después de 5 horas arriba de una bicicleta recorriendo 65 kilómetros de los caminos más sinuosos de Bolivia les puedo decir que, esta vez, la pelota pegó en el palo y entró.

 

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